La idea de que los videojuegos pueden tener como único valor su interpolación en los procesos educativos de infantes y adolescentes llega a ser irritantemente popular. Diríase que, a la mayoría de las personas, le resulta imposible imaginar que los videojuegos puedan ser apreciados desde otras perspectivas distintas de la diversión o creer que los videojuegos son productos consumidos por públicos de distintas edades y que, de hecho, la mayor parte es mayor de edad.
Muchas veces he podido ver que la vinculación de los videojuegos con la educación trata de utilizarse como una especie de salvavidas para los videojuegos: esos productos que parecen no tener valor por sí mismos, de modo que requieren del apoyo de otros sectores culturales que sí valen la pena. Pero este tipo de lectura resulta decepcionante y hasta repugnante. Los videojuegos no necesitan colgarse de la educación para ser valiosos. Ellos contienen, por sí solos, varios rasgos que los hacen apreciables. Entre ellos, el atractivo de su apariencia, la complejidad de su programación, las interesantes tramas de algunos, las elaboradas estrategias requeridas por otros, etcétera.
No hay que ser un genio para darse cuenta de que los videojuegos no se agotan en una diversión desligada de cualquier otro tipo de experiencia, sino que ellos son mucho más ricos y contienen otro tipo de experiencias aparte de aquella. La insistencia sobre este asunto se funda, de acuerdo con mis estimaciones, tanto en la ignorancia como en el temor. Los videojuegos son vistos como productos culturales inferiores y esto hace que sean despreciados, postergados, censurados y aceptados solamente en compañía de experiencias probadamente valoradas en la sociedad (como la educación).
Los videojuegos contienen mucho de admirable y de interesante. Y esto los hace dignos de ser estudiados, puesto que en ellos podremos encontrar interpretaciones acerca de nuestra realidad y de nuestros pensamientos. El estudio de los videojuegos es equiparable, pues, con el estudio de las obras literarias o cinematográficas o artísticas en general. Esto no quiere decir que los videojuegos sean, por defecto, obras de arte: algunos lo son, pero muchos no. No obstante, la focalización hermenéutica (interpretativa) resulta la más apropiada para abordarlos académicamente. También podemos decir que hay muchas películas que no son obras de arte y, sin embargo, el método para analizarlas es el mismo para las que sí lo son. Otro tanto ocurre con algunas obras literarias (ensayos principalmente).
Admitamos, pues, que los videojuegos no necesitan ningún salvavidas para sostenerse a flote como productos culturales superiores y dignos de ser estudiados. Valorémolos por lo que son, por lo que tienen y por las interpretaciones que podemos extraer desde ellos. Este es uno de los principales objetivos que debe perseguir una Ludología seria e independiente de otros campos académicos.
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